martes, 24 de febrero de 2015

Recuerdos en mi memoria: la historia más triste jamás contada

Sublimar es Sanar
(...) sentí que volaba, no podía dejar de reír (...)
íbamos transportados por una fuerza inexplicable.
Ay! cómo reía…  


El día transcurría tranquilo. Tomé  el diario que estaba sobre la mesa y comencé  a ojearlo como siempre, de atrás hacia delante, mientras tomaba unos mates y comía mis acostumbrados bizcochos de grasa. Un pájaro cruzó delante de mí y levanté la mirada; logró que mis ojos se fueran lejos, que miraran largo. En ese viaje los vi: formaban una pareja muy joven, ambos sentados sobre una roca,  uno junto al otro, a orillas del río. De espaldas a mí se abrazaban. No alcanzaba a ver sus rostros, sin embargo, percibía su silencio frente a esas aguas profundas y mansas. Sentía su comunión, su diálogo callado colmado de palabras. Desde lejos imaginaba sus movimientos, cómo sus manos se tomaban, cómo él la acariciaba tiernamente, cómo ella se entregaba. Intuía que sus bocas se unían en el beso en el que sus lenguas, deseándose, apenas se rozaban, incitándose a desearse aún un poco más. Inspiré profundo, sentí su respiración compartida, el sabor de su aliento, y supe que en ese encuentro olvidaban su pasado y que el futuro no tenía ninguna importancia; se pertenecían; sólo eran presente.

Torpe y distraída, no pude correrme cuando el agua caliente del termo, se me derramó sobre las piernas mojándome la única pollera que me quedaba limpia. Me sequé rápido. Pensé: “ojalá el ardor de la quemadura pase pronto”.

Fueron escasos segundos, rápidamente volví a mirar hacia delante, pero ellos ya no estaban.

Resignada me dirigí hacia el dormitorio que se encontraba al final del pasillo. No tenía ningún apuro; mis días eran de cuarenta y ocho horas. Horas  igualitas, monótonas e interminables, a tal punto que mi deleite y distracción, pasaba por oír el sonido del viejo reloj a cuerda que marcando su marcha, sonaba cual paso de soldado que canta, al ritmo obligado de su rutina diaria. En el camino recordé que no había estirado la cama, pero al llegar me distrajo el portarretrato que estaba sobre la mesa de luz. Lo tomé. Por unos minutos me detuve para reconocer esas manos que se me aparecían arrugadas y temblorosas, desconocidas, sosteniéndolo. Entre sorprendida y desconcertada lo descubrí: estábamos ahí, eternizados en el sepia de la vieja fotografía: ellos éramos nosotros, sentados uno junto al otro, serenos y en silencio; su mano tomaba la mía, y nuestras bocas se unían en el beso.

Cuando llegó la tarde aún seguía confundida, el claroscuro se hizo noche desgranada. Y no estuve en ese espacio, tampoco en otra parte; sólo me senté y miré la nada. Y nunca lo conté, pero lo juro: al levantar la vista sus ojos me miraban.

Entre alucinaciones y certezas, permanecí impávida, desorientada, y conmovida.

La oscuridad de mi cuarto agigantaba mis sensaciones, me llenaba de dudas enemigas, me obligaba a permanecer en esa posición de niña, acurrucada; mis miedos me acunaban; sin embargo muy dentro de mí, tenía la extraña convicción que  ya había caído lo suficiente, y que ahora solamente podría mejorar. Bastaría con  salir y ver la luz de la mañana; esa mañana que a sí misma se prometía espléndida.
Como tantas veces me lo dijeron, así fue: mi humor mejoró notablemente cuando los primeros reflejos del día me hicieron entrecerrar los ojos, y mucho más cuando luego, lo vi llegar. Sus  pies iban calzados con aquellos zapatos marrones que tanto me gustan; estaban gastados, pero se notaba que alguna vez habían tenido brillo propio, al igual que nosotros. Caminaba pesado y seguro, como hacía mucho no lo hacía; se hundía en el pasto que por esos días nadie cortaba. Sus brazos iban extendidos y tomaban la parte trasera de mi silla de ruedas. Se aferraba fuerte, como presintiendo que alguien fuera a quitársela. Comenzó a susurrar una canción y  al oírlo, impregnada con su magia, canté con él. El sol se desperezaba reflejándose en el agua que había quedado sobre el pasto después del riego, nos calentaba la piel y nos hacía creer que nuevamente éramos jóvenes. Yo me reía. Él apuró su paso hasta transformarlo en una corrida; me agarré fuerte, apreté los dientes, cerré  los ojos y en esa vorágine él corrió más. En medio de una  convicción estremecedora sentí que me elevaba, volaba, no podía dejar de reír, pero ahora era yo misma quien dirigía el paseo que se había vuelto vuelo. Él colgaba hacia abajo, íbamos transportados por una fuerza inexplicable. Ay! cómo reía…  Una brisa tibia peinaba mi pelo gris, lo enredaba. Debajo nuestro moría la letanía; sentía un millón de ojos que abiertos y redondos como lunas llenas, nos miraban, despavoridos. (Pobres incrédulos, no daban crédito a lo que veían). Entre tanta risperidona, dudaron de su cordura, o lo que es peor, se aseguraron de su demencia.

Para cuando llegó el doctor, él permanecía sentado al lado de mi cama de hierros enmohecidos. Lo noté cansado y a su sonrisa desdibujada. Yo tenía mis manos inmóviles, mi emoción dormida. Mi alborada se había desvanecido,  mis sensaciones estaban muertas. Intenté explicar lo que había ocurrido, pero no fue posible. Me dije a mí misma “para qué hacerlo si nadie será capaz de creerme”. Pero éso ya no tenía ninguna importancia, yo había sido muy feliz, ambos lo habíamos sido. ¿Cómo transmitirlo sin que pareciera una locura? Sabía que ninguno de los que me  rodeaban podría  comprenderlo, especialmente teniendo en cuenta que para entonces yo, me encontraba en el hospicio.

Como si un rayo hubiera caído sobre mí, me invadió una comprensión súbita y con ella una profunda tristeza. Entonces, lo de siempre…  los señores de blanco vinieron otra vez, dijeron que no luche, dijeron que llorara, otra vez con eso de “la angustia se transita”; y les dije: “les juro que lo intento, a mi manera: la camino hacia delante y hacia atrás, la pongo de cabeza, la doy vuelta, la rodeo y trato de soltarla, me posee y reconozco: alguna vez se va… Pero la muy insistente, cual bumerang, retorna. Insensible a mi reclamo queda a mi lado, sorda. En mi oscuro silencio, soy eternamente suya; de un modo inevitable le pertenezco; y ha de ser, seguro, que alguna extraña fuerza la acompaña, pues siempre termino convencida, gozosa, regodeada y en sus brazos, y aunque parezca raro, felizmente entristecida”.

Al otro día me quitaron las vendas. Esas que ellos dicen “son para contenerte, para tu bien, para que no te lastimes”. Con mis muñecas doloridas me senté al  borde de la cama; al no verlo, lloré. Lloré un llanto quieto penosamente eterno. Mi cuarto sombrío se llenó de formas, e intenté encontrarle un orden al caos que me rodeaba. Aún tengo una sensación sin nombre que hoy recorre mis vísceras. Una sensación rara como la de aquel día en el que en mi pecho, comenzaron a hacer nido las alondras. (Yo intenté explicarlo, ése fue el comienzo de todo, pero nadie me escuchó, nadie pudo entenderme). Frente a mí, uno a uno fueron desfilando mis rituales matutinos, esos rituales míos que hace mucho habían sido nuestros. Entonces, recordé.
Recordé que era él quien abría las cortinas de la ventana cuando nos sentábamos en las sillas de mimbre, que conversábamos de temas intrascendentes y que nos divertía mirar dentro de las burbujas de agua que caían sobre la yerba formando esos universos transparentes, llenos de vidas que imaginábamos perfectas. Pero entonces, también recordé que hoy no es ayer y que estoy sola. Me sentí perdida.

Como para encontrarme me busqué en el espejo. En  su luna de plata, me miré, me recorrí completa, me detuve un instante, vi mis senos caídos; levanté mi blusa y vi mi dolor acumulado en mi vientre marcado; también vi mis párpados vencidos.
Me vi, pero no quiero verme, porque a pesar de todo, percibo, vergonzosa, la hediondez  detenida hace tiempo, y sin permiso, en mi intimidad, precozmente minada; porque en mis manos viven papeles pergaminos.
Quiero creer que no soy yo, mas lo soy, envejecida. Me veo y no me veo. Sin embargo el espacio se acomoda a mis nuevas medidas, y lo sé, irremediablemente, soy yo en el espejo.

Mas si no fuera yo, y pudiera ser viento, con mis lágrimas formaría un río. Lo haría volar, lo elevaría. Él lo sabría y podría alcanzarme, podría nadarme, sumergirse en mí, aquietarme o beberme. Si no fuera yo y en cambio fuera viento, nos juntaría al menos, una vez más.   

Stella Maris Riera, Argentina (1958) - Psicoanalista - Contadora de Historias
Relato Premiado y Publicado en Disco Digital "Elegidos 2014" - Edit. Aries 



 





3 comentarios:

  1. Tu opinión me interesa. Dejá tu comentario. Gracias

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  2. tristemente conmovedor...me emocionaste...como siempre...

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    1. Gracias hermosa, pero debo decirte... "mirá quién habla" Hoy al leer tu relato (recuerdo) sentí que la mariposa de la que hablabas estaba hecha un capullo, pero esta vez, en mi garganta. Te amo profundamente.

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