Llueve... Sentado frente a su vieja máquina de escribir, Serapio, observa, pensativo, la hoja en blanco.
Cada tanto, frota sus dedos.Los estira. Los apoya sobre la hilera de botones.
Ellos, como si fueran ovejas pastando, displicentes, ignoran su deseo.
El, oprime uno, dos, y varios botones más. La máquina, teclea. Susurra a su oído aquella monótona canción -tantas veces oída-.
Las letras forman palabras, las palabras frases. Serapio, no se complace. Se siente contrariado.
Estira su brazo, su mano en un tirón, arranca la hoja, presa en el rodillo.
Se transforma en un bollo, inútil, de papel arrugado. Vuela. Antes que ella lo hicieron otras. Ahora es su turno. Y en un sólo movimiento, ancestralmente sabido, dibuja un semicírculo con caída plena. Finalmente, encuentra su destino y descansa, junto a sus hermanas, en el tacho basurero donde mueren los sueños.
Cada tanto, frota sus dedos.Los estira. Los apoya sobre la hilera de botones.
Ellos, como si fueran ovejas pastando, displicentes, ignoran su deseo.
El, oprime uno, dos, y varios botones más. La máquina, teclea. Susurra a su oído aquella monótona canción -tantas veces oída-.
Las letras forman palabras, las palabras frases. Serapio, no se complace. Se siente contrariado.
Estira su brazo, su mano en un tirón, arranca la hoja, presa en el rodillo.
Se transforma en un bollo, inútil, de papel arrugado. Vuela. Antes que ella lo hicieron otras. Ahora es su turno. Y en un sólo movimiento, ancestralmente sabido, dibuja un semicírculo con caída plena. Finalmente, encuentra su destino y descansa, junto a sus hermanas, en el tacho basurero donde mueren los sueños.
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