Querido mío:
Cuando te vi estabas de espaldas a mí. No sabría explicarlo
pero inmediatamente tuve una sensación desconocida que recorrió mi cuerpo;
luego, pensé que me había enamorado, que el amor a primera vista de verdad
existía.
Recuerdo cuando apresurados pautamos la primera cita;
lentamente, nos fuimos conociendo. Sin embargo, el resabio de nuestro infantil
pensamiento mágico, nos convenció que nos conocíamos de toda la vida. Éramos el
uno para el otro.
Debo confesarte que te veía un tipo raro, sencillamente
inalcanzable. Eso me atraía, me empujaba hacia vos como si yo fuera el agua que
irremediablemente tenía como único destino apagar tu fuego.
Casi siempre serio, sólo de tanto en tanto dejabas ver esa
sonrisa y con ella tus dientes intensamente blancos. Yo imaginaba que me
reflejaba en ellos. Eso solo alcanzaba para iluminarlo todo, era como si los
faroles se hubieran encendido esperando celebrar una una fiesta.
Hablabas en un monólogo lento, yo simplemente escuchaba.
Tus manos, con movimientos pretendidamente espontáneos y
obsesivamente automáticos, acompañaban tus palabras. De tanto en tanto,
acomodabas tu pelo, prolijo y largo.
Y aunque te escondías, lentamente descubrí que muy a tu pesar, tu discurso sabio e impertinente, no lograba enmascarar tu sentir de
poeta. Fue cuando supe que reías ante lo sutil, y que disfrutabas casi de un
modo gozoso de tu soledad; supe que tus días transcurrían entre Woody Allen y
los Stones; que Dylan Tomas te elevaba, los Beatles te inspiraban, y Asimov te
transportaba a un mundo donde todo lo
imaginado se convertía en posible.
Sólo el llamado de tu madre a las cinco de la mañana, mucho
antes que saliera el sol para irte a trabajar, te hacía caer de bruces en la
realidad.
Ese era un tiempo en el que nos creíamos iguales.
De mí… qué podría contarte… Con menos de veinte años, yo
vivía en otro mundo. Un mundo de fantasía en el que para ser feliz alcanzaba
con pensarlo varias veces, las utopías se hacían posibles y la política era
cosa de señores entendidos con barba y bigote. No la comprendía. No me
interesaba.
Aprendí desde chica que los fundamentalismos lastiman y
aunque por entonces ni siquiera conocía ese término, deambulé sin problema
alguno entre la biblia y el calefón disfrutando de las zonas intermedias, los
muy despreciados y famosos casi invisibles grises. Me sentaba por horas a leer
a García Márquez y dejaba que sus Cien años de Soledad me invadieran, me
llevaran a caminar por las calles de Macondo y llenaran mis agobiantes tardes de
verano; o me quedaba mirando televisión, riendo como loca con las absurdas
parodias de Olmedo.
Siempre amé los boleros, por románticos y muy especialmente
por su practicidad. En ellos encontraba los recursos para solucionar lo que
representaba mi sufrimiento, mi dificultad: yo era irremediablemente tímida.
Así que cuando sonaba la música y Manzanero me cantaba al oído apoyaba mi
cabeza en tu hombro y me dejaba llevar. Nadie notaba que no sabía bailar, que
apenas me mecía, que mis pies permanecían quietos y que sólo yo, percibía ese
movimiento que el ensueño provocaba. Yo aprovechaba para sentirte muy cerca, y
mi perfil histérico e introvertido se regodeaba complacido.
Pretendí rebelarme ante los mandatos familiares, te acordás… pasé largos años de mi vida buscando infructuosamente la
mirada de reconocimiento que nunca llegó. Y aunque intenté reprimir los
fantasmas que marcan nuestras vidas, debo reconocer que aún resuenan y perduran
en mi memoria. Ellos no lo saben, nunca lo sabrán, no lo digas: yo los ignoro.
Cada tanto, y cada vez más seguido, la niña que fui se
sienta a mi lado. Me muestra de dónde vengo, y quién soy. Y aunque a veces me
pongo triste, muchas otras, me alegro de ello.
Probablemente ya estés recordando aquella época en que vos
yo, nos sentíamos iguales… el tiempo, el advenimiento del amor, nos dejó
descubrirnos distintos.
En aquellos momentos la ilusión
del enamoramiento creció y creció, hasta que como debía ser, un día se
desvaneció, para dejarnos ver nuestras diferencias, y con ellas, el amor
verdadero pasó a formar parte de nuestra historia. Aceptarnos con aciertos y
errores ayudó a construirnos, un poco por amor a nosotros mismos, otro poco por
amor al otro.
Pasamos muchos años juntos y tus stones terminaron mezclados riendo con mis olmedos. Quién lo hubiera dicho…
Como muchos años después comentó una tía vieja, nadie apostaba dos pesos por
nosotros.
Los engañamos; los defraudamos;
nos amamos profundamente; formamos la familia que soñaron mis sueños de niña,
percibida abandonada. Tuvimos tres hijas maravillosas, muchas responsabilidades
y un hijo que se nos fue entre las manos entre diagnósticos errados y lágrimas
certeras.
Vos, por sostenernos, fuiste
dejando atrás tu poesía para ser un trabajador. Sin embargo, en la
cotidianeidad de tu palabra, siguió abrevando calidamente la prosa, esperando a
ser rescatada de la mudez con que la premura del esfuerzo diario la había
sometido.
Yo elegí dejarlo todo, para
seguirte donde fuera; me quedé en la casa, reí y sufrí junto a ustedes, los vi
crecer, y yo misma crecí. Superadas las urgencias, llegó el día en que mi
propio deseo volvió a abrirse paso; entonces casi sin darme cuenta, fui
alcanzando lo que soñaba, mientras seguí soñando con lo que aún estaba por
alcanzar.
En fin, después de tanto tiempo,
obviamente ya no somos los mismos. No podría decir si te amo más, mejor o
diferente. Sólo se que te sigo amando. Y que a pesar de los años, no siempre,
pero sí cada tanto, con el pretexto de comentar un libro, una película, o simplemente
volvernos a sentir, nos reencontramos en alguna charla, larga y serena. Ésas,
las charlas sin ninguna importancia, esas que siguen siendo las que más nos
gustan. Es entonces, que por un rato, volvemos a ser aquellos de los que
enamoramos, tan iguales, y que muy dentro de nosotros, aún somos.
Hoy, que estoy muriendo, quise
recordarlo. No podría marcharme sin habértelo dicho.
Eternamente tuya, tu mujer.
(*) Cabe aclarar que en esta historia real, el desenlace es ficticio.
Stella Maris Riera, Argentina (1958) - Psicoanalista - Oidora y Contadora de Historias
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