Retrato abstracto de una mujer deprimidacreado en el estilo del pointillist. |
Nos encontramos en un bar. De frente
al antiguo reloj, como siempre, recorrimos el lugar buscando dónde ubicarnos; como
siempre, elegimos las sillas de corderoy; ésas, las petisas y robustas, las que
cuando nos sentamos nos sostienen en un caluroso abrazo cada vez que comenzamos
una charla.
Todo parecía estar igual: las paredes
en su salmón brillante resaltaban el mobiliario, y la música, suave, nos envolvía.
No sabría cómo explicarlo, pero ese día algo había cambiado: ella estaba distante:
lo noté cuando en un silencio estrepitoso se dejó caer sobre el respaldo de la
silla y con las manos tapó sus ojos, que al parecer, se empeñaban en permanecer cerrados
(sólo se abrían alguna que otra vez). Iba a preguntar qué le pasaba cuando percibí
que estaba adormilada. Pensé: “será por los sedantes”. Su expresión era triste,
observé en ella navegar las palabras no dichas, los impulsos contenidos, su angustia.
A nuestra derecha, un amplio ventanal
se abría al exterior, invitándonos a compartir el parque y el sonido del agua
que caía en la fuente. Por unos segundos divagué en un sueño; ella no notó mi
lejanía; ajena a lo que sucedía, se alejó aún un poco más. De no ser porque era
yo quien estaba ahí, habría jurado que nadie la acompañaba.
Ella bebió su café, yo mi jugo; las
medialunas, que ese día habían sido pintadas con mermelada, nos tentaban con su
dulce sencillez, por una vez, adornada; las imaginé orgullosas de su brillo. Sin
embargo su encanto no alcanzó, quedaron allí, en el platito de loza blanca,
intactas.
Durante casi una hora, permanecimos
calladas, una frente a otra, hasta que a modo de despedida puso su mano sobre
la mía, y se levantó. Al caminar hacia la salida elevó su brazo, sutilmente lo
movió una o dos veces de izquierda a derecha pretendiendo un saludo; al hacerlo
esbozaba una sonrisa (o acaso sólo fue mi anhelo por verla feliz que transformó
esa mueca de dolor en alegría). Sin más, se marchó.
Al cerrarse la puerta quedé perpleja,
atónita. Me sentí acongojada, confundida y expuesta.
Tomé mis lentes negros, me los puse, e
intentando que nadie lo notara, lloré. Lloré en silencio con el enorme deseo de
llorar a gritos. Mis lágrimas atravesaron los estrechos y finos huecos que se
formaban entre cada uno de mis dedos que para entonces sostenían mi rostro; huidizas (mis lágrimas) mojaron las magnolias
rosadas del mantel de tela que cubría la mesa. Sentí su soledad, creo, o tal
vez fue la mía.
Stella Maris Riera, Argentina (1958) - Psicoanalista - Contadora de Historias
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