sábado, 7 de marzo de 2015

La muerte anticipada

Retrato abstracto de una mujer deprimida

        creado en el estilo del pointillist.

 

Nos encontramos en un bar. De frente al antiguo reloj, como siempre, recorrimos el lugar buscando dónde ubicarnos; como siempre, elegimos las sillas de corderoy; ésas, las petisas y robustas, las que cuando nos sentamos nos sostienen en un caluroso abrazo cada vez que comenzamos una charla.
Todo parecía estar igual: las paredes en su salmón brillante resaltaban el mobiliario, y la música, suave, nos envolvía. No sabría cómo explicarlo, pero ese día algo había cambiado: ella estaba distante: lo noté cuando en un silencio estrepitoso se dejó caer sobre el respaldo de la silla y con las manos tapó sus ojos, que al parecer, se empeñaban en permanecer cerrados (sólo se abrían alguna que otra vez). Iba a preguntar qué le pasaba cuando percibí que estaba adormilada. Pensé: “será por los sedantes”. Su expresión era triste, observé en ella navegar las palabras no dichas, los impulsos contenidos, su angustia.
A nuestra derecha, un amplio ventanal se abría al exterior, invitándonos a compartir el parque y el sonido del agua que caía en la fuente. Por unos segundos divagué en un sueño; ella no notó mi lejanía; ajena a lo que sucedía, se alejó aún un poco más. De no ser porque era yo quien estaba ahí, habría jurado que nadie la acompañaba.
Ella bebió su café, yo mi jugo; las medialunas, que ese día habían sido pintadas con mermelada, nos tentaban con su dulce sencillez, por una vez, adornada; las imaginé orgullosas de su brillo. Sin embargo su encanto no alcanzó, quedaron allí, en el platito de loza blanca, intactas.
Durante casi una hora, permanecimos calladas, una frente a otra, hasta que a modo de despedida puso su mano sobre la mía, y se levantó. Al caminar hacia la salida elevó su brazo, sutilmente lo movió una o dos veces de izquierda a derecha pretendiendo un saludo; al hacerlo esbozaba una sonrisa (o acaso sólo fue mi anhelo por verla feliz que transformó esa mueca de dolor en alegría). Sin más, se marchó.
Al cerrarse la puerta quedé perpleja, atónita. Me sentí acongojada, confundida y expuesta.
Tomé mis lentes negros, me los puse, e intentando que nadie lo notara, lloré. Lloré en silencio con el enorme deseo de llorar a gritos. Mis lágrimas atravesaron los estrechos y finos huecos que se formaban entre cada uno de mis dedos que para entonces sostenían mi rostro;  huidizas (mis lágrimas) mojaron las magnolias rosadas del mantel de tela que cubría la mesa. Sentí su soledad, creo, o tal vez fue la mía.
Stella Maris Riera, Argentina (1958) - Psicoanalista - Contadora de Historias 



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