Siempre fuimos mi pelota y yo. Luego llegaron los
días largos y mi tiempo empezó a estar libre de deberes escolares. El calor
calentaba mi cuerpo, y de a poco, con el juego, también mi alma. Yo
salía a correr al pasaje, mi pelota se movía delante de mí, al lado, o por
detrás. Así, mágicamente, como si algún hilo
invisible la atara a mi vieja alpargata. Yo reía, y aunque era un poco
solitario, pronto comencé a tener amigos. No sé cómo, pero fueron
llegando. Vino el Juan, que siempre jugaba con los grandes, la sacaba de
costado y la pasaba con la zurda… Pero con él estaba su hermano Robertito,
claro, “porque si no lo llevas no salís” decía su madre, imponiéndose en un
grito lejano que se perdía en el viento. También vino el Coco, que corría como
rayo por la cuadra-cancha, armando el juego, y se la pasaba al Santi, que con
movimientos casi incomprensibles la pateaba al mismo tiempo que se subía las
medias. Y también el Pepu que se bancaba cualquier puesto y el Paquito que vaya
a saber por qué siempre iba al arco.
Y cada tanto, La Teresa se asomaba a su ventana
avisándonos: “que si rompen un vidrio lo van a tener que pagar ehhh”. Y yo
reía. El sudor en la piel hacia que las camisetas quedaran mojadas. La noche se
acercaba. Mi madre y las de ellos, salían una y otra vez repitiéndonos: “que
hay que entrar, que ya es hora”. El día largo se nos quedaba corto, y
aunque la luna se sentaba en el cordón de la vereda esperando el gol que no
llegaba, yo reía, porque nunca estuve solo, siempre fuimos mi pelota y yo.
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