jueves, 19 de marzo de 2015

Mi pelota y yo



Siempre fuimos mi pelota y yo. Luego llegaron los días largos y mi tiempo empezó a estar libre de deberes escolares. El calor calentaba mi cuerpo, y de a poco, con el juego, también mi alma. Yo salía a correr al pasaje, mi pelota se movía delante de mí, al lado, o por detrás. Así, mágicamente, como si algún hilo invisible la atara a mi vieja alpargata. Yo reía, y aunque era un poco solitario, pronto comencé a tener amigos. No sé cómo, pero fueron llegando. Vino el Juan, que siempre jugaba con los grandes, la sacaba de costado y la pasaba con la zurda… Pero con él estaba su hermano Robertito, claro, “porque si no lo llevas no salís” decía su madre, imponiéndose en un grito lejano que se perdía en el viento. También vino el Coco, que corría como rayo por la cuadra-cancha, armando el juego, y se la pasaba al Santi, que con movimientos casi incomprensibles la pateaba al mismo tiempo que se subía las medias. Y también el Pepu que se bancaba cualquier puesto y el Paquito que vaya a saber por qué siempre iba al arco. 


Y cada tanto, La Teresa se asomaba a su ventana avisándonos: “que si rompen un vidrio lo van a tener que pagar ehhh”.  Y yo reía. El sudor en la piel hacia que las camisetas quedaran mojadas. La noche se acercaba. Mi madre y las de ellos, salían una y otra vez repitiéndonos: “que hay que entrar, que ya es hora”. El día largo se nos quedaba corto, y aunque la luna se sentaba en el cordón de la vereda esperando el gol que no llegaba, yo reía, porque nunca estuve solo, siempre fuimos mi pelota y yo.

Stella Maris Riera, Argentina (1958) - Psicoanalista - Contadora de Historias

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